Sin embargo, ¿basta
esta serie de efectos placenteros y tranquilizantes por sí misma para llevar al
fumador a consumir cotidianamente algo con un alto potencial de riesgo? ¿Qué es
lo que hace que la gente fume? Muchos estudiosos sostienen que el principal
factor que incita a las personas –sobre todo a los adolescentes y jóvenes
adultos- a fumar, se encuentra en su ambiente social y económico. Los amigos,
las personas que nos impresionan o a quienes buscamos impresionar, la gente que
nos rodea en nuestra vida diaria; todos ellos condicionan lo que somos y
queremos ser, y si queremos ser parte de un grupo de gente que fuma, es casi
natural y lógico que aspiraremos a ser fumadores (y además aspiraremos mucho
humo en el inter) buscando identificarnos con las personas con las que tratamos
o bien obtener acercarnos a ellas de forma más amistosa y aceptable para ellos.
Así, si, por ejemplo, mi jefe fuma y yo también, estaremos unidos por nuestro
gusto al tabaco y será más fácil volverme su amigo, obtener un aumento o
simplemente ganarme su respeto, y lo mismo pasa con un grupo de gente al que
quiero pertenecer o la chica que me gusta: para muchos, se trata de un factor
de identificación, ya sea con el grupo al que pertenecen, o con alguna figura
que se pretende emular. En algunas partes del mundo se trata incluso de un
factor cultural intrínseco debido a los siglos de historia y de tradición que
tiene el uso de tabaco en tanto que práctica cultural ancestral en distintas
sociedades. En efecto, y nos guste o no, el tabaco ha formado parte de la vida sociocultural
de la humanidad durante siglos y su uso ha moldeado una parte muy importante de
nuestra civilización moderna y su uso ha llegado hasta nosotros de generación
en generación como práctica heredada, en ocasiones altamente refinada y pulida
a lo largo del tiempo. Ante este hecho surge una pregunta interesante: ¿es
posible cambiar por completo a la humanidad y sus valores?
Este hecho,
independientemente de sus múltiples implicaciones, nos lleva a asumir que el
tabaco no es sólo una cuestión de individuos, sino una práctica que se inserta
en nosotros a partir de nuestro ambiente mismo: el lugar donde vivimos,
crecemos, estudiamos y trabajamos, el círculo familiar que nos rodea, la
publicidad y modelos de comportamiento que vemos a diario en las calles y en
los medios nos condicionan de alguna manera para fumar o no hacerlo y definen
la manera en que percibimos e interpretamos el acto de fumar. Conscientes de
ello, muchas organizaciones de salud y grupos activistas han tratado en los
últimos años de borrar las huellas culturales del humo en la sociedad a través
de todo tipo de acciones e iniciativas que constituyen la base de las leyes
antitabaco y programas educativos o de prevención sanitaria vigentes en la
actualidad en una gran variedad de países, tales como el aumento significativo
y gradual en el precio en los productos de tabaco, la limitación o prohibición
expresa de su venta en ciertos lugares, la imposibilidad de anunciarlos en
medios y varias otras destinadas a frenar en seco su uso, pero también –en
cierta medida- modificar los valores culturales
que hemos heredado de generación en generación con tal de obtener una
nueva sociedad libre de fumadores. ¿Es esto válido o factible? Nos interesa su
opinión.
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